Sin un Estado presente, no hay igualdad de géneros
06 de marzo de 2019
Los contrastes entre un discurso oficial que nos coloca en el lugar de víctimas de un sistema cuyas características no está dispuesto a modificar el actual plan de gobierno.
Por Nadia García*
Venimos escuchando, como una sentencia inapelable, que este 2019 arrancó sangriento. A diario fueron noticia los nombres de numerosas víctimas de la violencia machista, y arrancando el tercer mes del año, las cifras arrojan 54 femicidios. Las estimaciones resultan siempre inexactas, pues cuentan como fuente más inmediata de información los medios de comunicaciones, ante la ausencia o demora de relevamientos oficiales. También se empezaron a visibilizar otras problemáticas, incluso antes que políticas públicas para abordar la conflictividad ya latente, como la existencia de víctimas colaterales de estos crímenes de odio, como ser los menores a cargo de las mujeres que son asesinadas, en muchos casos, por sus propios padres, que obtuvo su correlato legislativo en la reciente sanción de la Ley Brisa el pasado mes de diciembre. Es decir, en el plano teórico, se empezó a dimensionar la problemática de la violencia de género en sus muchas aristas que lo convierten en un fenómeno social no aislado.
No resulta sencillo explicar cómo en una sociedad que se jacta de deconstruir cotidianamente algunos de los tantos patrones perpetuadores de las desigualdades que nos estructuran colectivamente desde hace siglos de civilización, el índice de violencias con consecuencias fatales pareciera llevar al rojo los contadores televisivos, como si las tasas actuales no tuviesen precedentes. Pero existe un conjunto de variables plausibles de explicar este fenómeno, por una vía distinta a la lógica conductista del revanchismo patriarcal, cuyas conclusiones no serían otras que el silencio y el aplacamiento de las luchas como formas de evitar la ebullición de la vendetta del macho iracundo.
Las formas de codificar la información primaria de los medios de comunicación como reflejo de las discusiones contemporáneas es uno de esos factores, así como también la influencia de dichos debates en los ámbitos institucionales que, a un ritmo que no siempre resulta satisfactorio, han abandonado las teorías de los crímenes pasionales y las leyendas de los amores que matan, para profundizar el análisis de las desigualdades estructurales en cuyas grietas radica la violencia. En dicho orden de ideas, no resultaría tan acertado afirmar que experimentamos un crecimiento de la violencia, como aseverar que una incorporación creciente de una perspectiva de género permite descubrir el velo de la naturalización.
Pero existe, además, un factor coyuntural que impide que el análisis de las tasas alarmantes de violencia de género con consecuencias irreversibles se pueda reducir a la mera forma de nombrar o redefinir lo que hace muchísimos años existe. Y que, lamentablemente, nos permite arribar a la conclusión de que no sería desacertado pensar que, este año, nos encontró bastante más desprotegidas a las personas que integramos grupos de especial vulneración ante las políticas de regulación del Estado, a la hora de hacer valer nuestros derechos.
Recordemos que, en octubre del año pasado, el Presidente Macri se jactaba de haber incorporado por primera vez una perspectiva de género a la ley de presupuesto, a la vez que se anunciaban tácitamente los recortes centrales en las áreas destinadas a prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres, que debiera incluir también, aunque no siempre las nombre, las distintas formas de violencia contra los derechos de identidad de género comprendiendo también lo establecido por la ley 26.743. Y fue entonces que desde el Colectivo Oveja Negra analizamos el impacto del diseño presupuestario en las áreas claves (en esta nota), datos que, lejos de caer en el olvido de una observación pasada, son los que empezaron a regir este mismo año.
El dato más llamativo que circuló las asambleas organizativas de las acciones de lucha y reivindicación del próximo 8 de marzo, son los 234,3 millones de pesos asignados al funcionamiento del INAM (Instituto Nacional de las Mujeres, encargado de la aplicación de la Ley de Protección Integral Nª 26.485), monto que si se divide por la cantidad de sujetas destinatarias de la aplicación de las políticas públicas que del mismo emerjan, equivale a la irrisoria suma de $11.36 por cabeza, una retracción del 18% respecto del asignado en el año anterior.
Existe por un lado un empoderamiento innegable que redunda en la multiplicación de pedidos de auxilio al aparato estatal encargado teóricamente del resguardo de nuestra integridad física, y que incluso explica el creciente aumento, que ya lleva algunos años graficándose en el alza, de denuncias realizadas, y, por tanto, registradas. Pero en el medio del camino de esa búsqueda de ayuda para salir del círculo de la violencia que se simplifica bajo el rótulo de “doméstica”, existe un vacío insoslayable en la prevención efectiva de los desenlaces mortales. Cómo puede explicarse que, si son más las mujeres que advierten a la estructura judicial y policial que se encuentran ante una situación de riesgo, el número de víctimas fatales lejos de descender, parezca mantenerse o incluso presentar picos de crecimiento.
Es en este punto en donde debe entrar la variable presupuestaria como el principal obstáculo que se interpone en ese camino. Pensar que la atención integral de la persona denunciante y el impulso del curso judicial que nunca tenderá a encontrar una resolución en el corto plazo puede costearse con el monto de $11,36, implica un profundo desconocimiento de la identificación, cualificación y cuantificación de las herramientas que deben necesariamente intervenir en este proceso. Análisis que en pocas palabras podría resumirse en lo paradojal que resulta asignar menos recursos económicos para atender una problemática que, estadísticamente, crece en denuncias.
Asignar más presupuesto al cumplimiento de los derechos plasmados en normas ya vigentes implicaría la posibilidad de pensar en la construcción estratégica de refugios transitorios que permitan a las denunciantes resguardar su corporalidad, en todos aquellos casos en que las perimetrales y exclusiones del hogar no sean suficientes para repeler un eventual ataque. Significaría que en ninguna jurisdicción de la Argentina escaseen los botones de pánico, se entreguen con significativas demoras, o utilicen una tecnología que, por lo obsoleta, resulte de nula funcionalidad. Redundaría en la creación de más puestos de trabajo destinados a la asistencia inmediata en áreas interdisciplinarias, a la cuales no toda persona de escasos recursos puede acceder con soltura. Ni hablar de lo que podría realizarse con un presupuesto que permita una adecuada y sólida implementación de la Educación Sexual Integral, tanto para identificar tempranamente las manifestaciones de los nexos violentos, como para contar con un conocimiento ciudadano más amplio y difundido de cuáles son las herramientas con las que cada persona cuenta.
Instalar este debate en el escenario actual que atraviesa la Argentina, es un doble desafío. Por un lado, implica darle una continuidad a las discusiones que se vienen gestado hace varios años sobre la existencia de desigualdades materiales que se traducen en las estadísticas que vemos con alarmantes reacciones en los medios masivos. Pero, por otro lado, no puede darse sin rediscutir el mancillado rol de un Estado en franco proceso de achicamiento desde la asunción de la alianza Cambiemos, en diciembre del 2015. Y es en ese plano en donde no solo es posible, sino que además es urgente, poder incorporar los justos reclamos del movimiento feminista a la idea de un proyecto de país que está próximo a volver a disputarse en las urnas, dirimiéndose en la continuidad de un plan de vaciamiento y ausencia de políticas públicas, en donde la inversión del Estado se considera un mero gasto, cualquiera sea el área de abordaje, o la propuesta alternativa de repensar una Argentina en donde los resortes de recaudación sean la fuente directa de la garantía de los derechos que toda república está obligada a cumplir, en tanto ha asumido un compromiso institucional, y gubernamental, con su efectiva vigencia.
Es así que esta discusión no puede darse de forma aislada al resto de las propuestas de gobierno que el pueblo argentino está ávido de conocer, en pos de superar la amarga experiencia de una nueva noche neoliberal cerniéndose sobre el bienestar de cada ser humano que habite actualmente el suelo argentino. La alianza gobernante no es ajena a estas demandas, aunque solo las canalice en el plano de su marketing político, que lleva a alusiones poco claras pero constantes en los discursos torpemente leídos por el Presidente de la Nación. Muestra de ello es la inclusión de apenas algunas referencias a los roles más feminizados en el seno de nuestra comunidad, en el discurso de la apertura de sesiones número 137, en donde Macri nos refirió como madres, víctimas de violaciones y abusos, y, finalmente, como las madres que combaten la droga en los barrios. Caracterizaciones que no dejan de ser reales, pero tampoco fuertemente insuficientes para instaurar como categorías únicas, o siquiera deseables en el marco de una feminización creciente de la pobreza. Lo más llamativo, sin embargo, resulta ser lo poco que puede ostentar haber hecho durante su gestión para revertir las problemáticas que, apena tangencialmente, rozan su discurso.
Pero aún con la enorme torpeza discursiva del gobierno y la falta de formación real en cuestiones de género, lo que torna a estas alusiones en meras ficciones es la imposibilidad de traducirlas en soluciones concretas en los términos reales en que estructuran actualmente el Estado. Porque en la forma en que vienen mostrando que conciben la Argentina, con el achicamiento de todas las áreas destinadas a que el sector público cumpla las demandas de nuestro pueblo, es imposible pensar en un país en donde la igualdad de género y la lucha contra las violencias que nos atraviesan sean algo más que un slogan en disputa entre los voceros del poder, casi siempre masculinos, o con la connivencia de una voz femenina que legitime este ajuste a los sectores más vulnerables. No existe ejemplo más claro que el apoyo manifiesto hacia el aborto legal, concebido como una mera conquista de un derecho individual sobre el cuerpo propio, de numerosos miembros del gobierno que avalan a su vez la clausura entre gallos y medianoche de lo que solía ser en nuestro país el Ministerio de Salud. Cabría, sin más, hacerles la muy pertinente pregunta de cómo piensan estos hombres y mujeres que detentan un pedacito del poder real que democráticamente se les ha conferido, hacer efectivo un derecho de salud pública como es la interrupción voluntaria del embarazo, achicando y desfinanciando al mismo tiempo al sector justamente abocado a la organización y funcionamiento de esa misma salud pública.
Es por eso que este próximo 8 de marzo, que abre el calendario de movilizaciones masivas en el presente año electoral, no está desvinculado de una profunda crítica consciente de la imposibilidad de lograr revertir los flagelos más urgentes que emergen de un país en donde crece la desigualdad, si se sostiene el proyecto político del ajuste serial. Y es así como la multiplicidad de organizaciones y actores que lo llevarán adelante han logrado confluir en una serie de consensos que apuntan directamente a la inviabilidad de este modelo político, económico y social como garante de los derechos de un sector enorme de la población. Nos surge como una necesidad más que urgente el trazado de propuestas de gobierno que puedan ofrecer soluciones reales en cada rincón de nuestra patria, apremio que no podrá resolverse sin la incorporación efectiva de mujeres, lesbianas, travestis y trans, con una indispensable formación militante, en los espacios de toma de decisiones centrales. Porque no solo vivas y libres nos queremos: gobernando y construyendo la Patria que soñamos, también.
*Abogada, militante feminista, integrante del Colectivo Oveja Negra.