Morir en Junio
11 de junio de 2023
En Junio de 1956, un levantamiento militar comandado por el General Juan José Valle, destinado a restaurar el estado democrático tras el derrocamiento de Perón, fue abortado con el saldo trágico de treinta y un argentinos fusilados. Este relato es un homenaje a los héroes que dieron la vida durante aquellas jornadas. Y a todos los sobrevivientes, condenados en vida al escarnio psíquico y moral.
Por Gabriel Cocimano
Aquel 9 de junio la tensión se percibía en el aire. Los líderes rebeldes abrumaban con sus instrucciones, los encuentros secretos se sucedían nerviosamente; el silencio y el misterio eran los aliados más sutiles del miedo. El frío del otoño se sintió particularmente riguroso esa jornada. Todo el país vivía dramáticos momentos de incertidumbre política, bajo una dictadura que algunos meses atrás había derrocado al Líder. Los pobres y desamparados aun lloraban los sueños perdidos, después de ver brillar y sucumbir a sus dioses paganos.
Los revolucionarios no durmieron la noche anterior. Cómo hacerlo, cuando lo que se jugaba era mucho más que el honor y la dignidad: estaba en juego la vida misma. El temor y los fantasmas del fracaso helaban la sangre de aquellos hombres, y no había lugar para el más mínimo error. El odio había cegado los corazones en esa sociedad convulsionada. El país estaba dividido, y aun rondaba en el aire el aroma de las bombas y los cadáveres diseminados en la mítica Plaza, clamando revancha a gritos. Singularidades de la historia, se estaba por cumplir un año de aquellos bombardeos. También era Junio.
Un grupo de militares rebeldes al régimen con base en distintas ciudades del país había planificado un levantamiento cívico militar contra la dictadura. No sólo agallas había que tener: también precisión quirúrgica en la logística y la estrategia. Exigían, entre otras cosas, el cese de la persecución política contra los partidarios del Líder, y el restablecimiento de la Constitución y la libertad a los presos políticos. Sin embargo, el verdadero propósito parecía ser el intento de entronizar nuevamente al Conductor político derrocado y exiliado.
No había compromiso más visceral que el de los ideólogos de aquella revolución. Esos hombres apostaban todo a esa patriada casi inconcebible, pero que a la vez consideraban irrenunciable. Los filos de sus sables rumiaban venganza contra los asesinos que bombardearon al pueblo. Serían héroes, de todas formas: el triunfo era un pasaporte a la gloria nacional; el fracaso igual haría aparecerlos como los hombres valerosos que se atrevieron a desafiar las balas de la dictadura. Resultaba claro que perseguían una sola consigna: la victoria. Íntimamente sabían que la derrota los dejaba en un lugar de sobrecogedora amenaza.
Aquella noche, el ritmo de la vida lucía normal, amén de la conmoción lógica por la agitada hora. Pero la casi totalidad de la población no tenía la mínima sospecha de lo que iría a ocurrir. Sin embargo, un susurro inquietante avanzaba, casi imperceptible, por las entrañas de la nación.
A mí me contaron, de niño, la historia de Alfredo. Yo no había nacido aún cuando ocurrieron aquellos sucesos; sin embargo, llegué a conocerlos a través de las vicisitudes de ese hombre a la vez común y singular. Alfredo vivía a unas casas de la mía, en aquel barrio de mi infancia, en el sur de la ciudad. Era un hombre solitario, y caminaba con paso resignado, lacónico, paciente. Desde chico siempre llamó mi atención su mirada atribulada, su rostro taciturno y su voz sombría.
Él trabajaba de taxista en el conurbano cuando ocurrieron los hechos. Tenía claras simpatías políticas por el Líder, pero no era militante. Un amigo suyo le había pedido en préstamo su automóvil para utilizarlo por única vez aquella noche, pero sin explicarle los verdaderos motivos. El hombre intuyó que el pedido de su amigo tenía vinculación con alguna revuelta que acontecería esa jornada. Lejos de dudar, decidió ceder el vehículo, y prefirió quedarse en su casa. “Esa noche estaba muy alterado –manifestó Alfredo en una entrevista publicada en un medio gráfico local una década después–. Tanto que no pude cenar. Encendí la radio –acababa de comprarme una flamante Marconi modelo 1531- y cambiaba a cada rato de emisora, como si buscara alguna noticia inminente. Creo que fumé un paquete de cigarrillos, y sólo tomé mate. Hacía frío, y todo en mi vida parecía incierto”.
La Radio del Estado, la voz oficial de la Nación –todo era oficial, se vivía en una dictadura- no emitió ninguna información aquella noche. El frío y la tristeza en los barrios había despoblado de transeúntes las calles. La voz de Fioravanti relataba en directo la pelea de Lausse por el título sudamericano de los medianos en el Luna Park, por la vieja radioSplendid. Alfredo escuchó la pelea, y luego volvió sobre la emisora oficial a la espera de información. A las cero horas del día 10, después de la música de Stravinsky se interrumpió, como era habitual, la transmisión. Nadie supo lo que estaba ocurriendo en esos momentos, pero la adrenalina y las pulsaciones palpitaban en el corazón de aquel hombre. Tampoco se anunció la ley marcial, que debe ser notificada antes de entrar en vigencia. Y sin embargo, en la práctica, ya había sido aplicada.
Los rebeldes habían planeado leer una proclama revolucionaria durante la transmisión en vivo de la pelea, a eso de las veintitrés horas. Tenían la instrucción de interferir el evento radial desde una emisora clandestina instalada en Avellaneda. Pero nada de eso salió bien aquella noche: los dictadores abortaron el alzamiento de un modo imprevistamente sencillo, como si una exhalación hubiese paralizado la osadía del proyecto sedicioso. Un rumor de mastines presagiaba otra noche negra para el pueblo.
Al amanecer del día siguiente unos pocos vecinos del barrio pudieron observar detrás de sus ventanales un aparatoso despliegue policial en la puerta de la casa de Alfredo. Al hombre lo subieron a un vehículo blindado y se lo llevaron detenido. Los episodios se conocieron pocas horas más tarde: la asonada rebelde había sido abortada, y los cabecillas serían ejecutados.
Después se supo que los dictadores estaban advertidos de la conjura, y que sin embargo permitieron que prosperase para que el escarmiento sobre los insurrectos sea más brutal y despiadado. Esta estrategia de jugar al gato con el ratón, más el hecho de que muchos de los fusilamientos sucedieran antes de que se decrete la ley marcial, contribuyeron a avivar el odio en una sociedad convulsionada. El pedido de clemencia para evitar la ejecución de un jefe rebelde fue interferido por la respuesta admonitoria de un alto mando de la dictadura: “El Presidente duerme”. Una consigna que se convertiría, años más tarde, en mitología de la revancha.
Yo era un chiquilín cuando, con mis amigos, solíamos reírnos de Alfredo al encontrarlo en el mercado, o en el puesto de diarios, o caminando por la calle, con su andar errático y endeble. Había algo en su mirada extraviada que nos provocaba, a la vez, extrañeza y sobresalto. Él vivía sólo y salía por las mañanas a caminar o hacer sus compras; rara vez se lo veía fuera de su casa a otras horas. Hablaba muy poco con los vecinos, y fue así que todos han podido reconstruir su historia en forma fragmentada.
Cuando lo detuvieron estuvo dos años preso en el penal de Olmos. Aquella experiencia fue una divisoria de aguas en su vida: algo de ese hombre desangelado había quedado para siempre en ese sitio sombrío y amurallado. Allí convivió con militantes de segunda línea de la asonada y algunos políticos partidarios del gobierno constitucional derrocado.
Fue en Olmos en donde se enteró que su amigo había sido ejecutado junto a otros tres hombres, en el mismo instante en que fueron detenidos en su automóvil, acusados de participar de la sublevación. Como el vehículo estaba a su nombre, la policía lo apresó esa mañana sin más trámite. La mayoría de los reclusos civiles eran oriundos de La Plata, el epicentro de la fallida rebelión. Algunos de sus relatos de prisión también fueron publicados en aquella entrevista a un semanario político: “Nos despertaban por la madrugada, nos subían a un carro de asalto y nos liberaban en algún sitio descampado. Nos ataban las manos por detrás de la cintura y nos hacían caminar, mientras escuchábamos los disparos, siempre al aire, para amedrentarnos. Ese era el procedimiento: vivíamos con el terror de ser los próximos ejecutados”. Tienen, por cierto, una gran similitud con los testimonios recopilados por el escritor Rodolfo Walsh en su obra capital, Operación Masacre.
Alfredo no tenía más de cuarenta años cuando fue encarcelado por la dictadura. Hasta entonces había estado en pareja con una mujer a la que nunca más se la vio por el barrio, ni siquiera cuando él retornó a su hogar. La prisión le había quebrado la voluntad y las ilusiones, lo convirtió en un ser perturbado, aprensivo. De repente, abandonó sus hábitos sociales: dejó de ir al hipódromo los domingos, de reunirse con los amigos en el club, de jugar con ellos al Tute Cabrero, su pasatiempo favorito. El insomnio hizo de él un ávido lector de novelas de aventuras. Se refugió en su casa, y en muy contadas ocasiones recibía visitas. Uno de los habituales asistentes era Juan Carlos, un amigo que conservó de aquellos años de prisión. Y que, a la postre, se convertiría en su última amistad. La posterior noticia de su suicidio terminaría de derrumbarlo.
Ese hombre que vivía casi como un ermitaño, llevaba encima las cicatrices de una tragedia nunca convenientemente saldada. El daño psíquico fue irreversible, y el ultraje moral lo precipitó al abismo de su propia humillación. Se convirtió poco menos que en un muerto vivo, un alma desconsolada y gris. Comenzó a padecer episodios paranoides: recelo hacia los vecinos, fobia a la oscuridad y espanto a los sonidos estentóreos. El recuerdo de su propio pasado lo martirizaba, y su agonía interior le impidió proyectar el más insignificante de sus sueños.
Cuando, en 1973, el Líder retornó al país, se vivió un clima de reivindicación popular. Los años de la resistencia política habían sido complejos y dificultosos, y parecía que la hora de la fatalidad había acabado. Comenzaba un tiempo de esperanza en un país y un mundo que estaban modificando rápidamente sus hábitos, ideales y consumos.
Pero Alfredo había perdido para siempre su ímpetu. Se convirtió en un mártir involuntario de la larga pesadilla. Acompañó con apatía el proceso político en ciernes, y jamás pudo involucrarse en la encendida discusión en la que estaba inmersa la sociedad. Ni siquiera sintió como suyo el triunfo en las urnas de ese Líder que había retornado, ya anciano, para gobernar el país. Aquella ya no era su lucha.
Acaso al presentir los años sombríos de la dictadura que se avecinaba, su corazón se detuvo. Murió un mes de junio, agobiado por el espanto y la infinita pena, en la más sofocante soledad. Nadie lo lloró aquella tarde lluviosa y fría. Tan fría y cruel como el capítulo que marcó un tiempo de tragedia durante aquel otro junio impredecible.