EL MITO FUNDANTE DEL 17 DE OCTUBRE
19 de octubre de 2020
Las líneas que a continuación reproducimos son el adelanto del nuevo libro que está terminando de escribir el compañero Marcelo Koenig. Quien además de ser el Secretario General de la Corriente Peronista Descamisados es abogado, profesor universitario, escritor y un buen tipo
EL MITO DEL 17 DE OCTUBRE
Las líneas que a continuación reproducimos son el adelanto del nuevo libro que está terminando de escribir el compañero Marcelo Koenig. Quien además de ser el Secretario General de la Corriente Peronista Descamisados es abogado, profesor universitario, escritor y un buen tipo
“Peronistas de alma son (…) esos que siempre se sienten capaces de volver a hacer un 17 de octubre”
Eva Perón
Fundar una tradición política es mucho más que un mero hecho político y los caminos que se abren ante él. Fundar una expresión política, que no sea una mera representación -una versión nueva de una vieja receta- es abrir el surco con una serie de categorías políticas originales, un lenguaje novedoso que da cuenta de la realidad, con una mitología propia que ordena el mundo simbólico donde se actúa. Una nueva tradición política trasciende incluso la idea de acontecimiento (como hecho determinante que bifurca caminos) en tanto implica producir también las herramientas para interpretar el mismo acontecimiento.
El mito en el pensamiento popular americano, como desentrañó Rodolfo Kusch no es meramente un relato épico con consecuencias en el plano simbólico; el mito se vive mediante ciertos ritos, es una vivencia que estructura al mundo. El filósofo encuentra en el mito la palabra grande que tiene la fuerza de lo poético, al mismo tiempo que se arraiga, hecha raíces en la tierra. Se diferencia de la palabra pequeña, no sólo las que se pierden en el viento, sino también las que encuentran su alojamiento en la ciencia, que desguaza las cosas. Esta palabra pequeña es la que habla del ser, del patio de los objetos. El mito, en cambio, se adentra en la trama de los fundamentos de la realidad que el vano intento de explicarla desde la racionalidad instrumental no llega a percibir, se le escapa, porque se queda en ese mundo de las cosas. Es preciso entender el peronismo como expresión de una geocultura, un suelo de pensamiento, un estar ahí, de la realidad profunda argentina y americana en el plano estrictamente de lo político. Lo cual le hace más fácil habitar los silencios que las palabras. Eso, a veces, lo hace incomprensible.
El mito da fundamento al estar en América del que habla Kusch, también a ese estar político que es el peronismo. La cultura, en última instancia, no es más que investir de símbolos, de sentido, al domicilio existencial, la tierra en la que se vive. Ni la ciencia, ni los relatos objetivos construyen el específico horizonte simbólico del mito. Por eso es que el peronismo ha sabido nutrirse de sus propios mitos.
El peronismo sabe navegar por este mar que le es, por lo menos, esquivo a la política tradicional y restringida de los partidos de tipo demoliberal. Estamos hablando del plano de lo mítico. No nos referimos de aquel plano simbólico que habitan las marcas, las consignas, las efemérides y las estatuas. Por el contrario, se trata de un mar subterráneo que fundamenta lo inexplicable y sobre ese flujo profundo constituye sentidos. Los significantes del fenómeno peronismo están ahí sobre la mesa, con una fuerza inusitada de explicación no necesariamente racionalista de la realidad. Y están al alcance de todos -porque tiene planos distintos de interpretación-, lo que constituye su mayor virtud y su contundente fuerza simbólica.
Todo en el peronismo remite y se explica en su mitología. No estamos hablando de un mito como relato desprovisto de marcas concretas. Nos referimos a lo mítico como sustancia política y de sentido de justicia (por eso justicialismo) en la piel y en la carne. Ese mito se hace sustancia de valores que inunda el espacio de nuestra historia.
Vamos a abordar únicamente dos de estas construcciones míticas específicas, sólo a modo de ejemplo. No son las únicas del peronismo, pero son de las más significativas. Nos referimos al 17 de octubre, que el peronismo cuenta como mito fundante de la lealtad y al mito del eterno retorno, relatado a través del 17 de noviembre.
Es a través de este tipo de significaciones que el peronismo construye en el plano mítico su propia épica que le es consustancial. Sin épica no hay peronismo. Por eso es que su partida de nacimiento no podía ser un golpe de estado o una revolución militar (según como se interprete[1]) como el 4 de junio[2], ni tampoco unos comicios impecablemente democráticos como los del 24 de febrero[3]. El mito fundacional del peronismo se ubica en el 17 de octubre, una movilización de masas sin precedentes en Argentina, una irrupción de la clase trabajadora en la historia, una invasión de la periferia al centro, un protagonismo popular que cambia el rumbo histórico, un acontecimiento que, al construir un nuevo escenario, requiere también de una explicación propia en el plano simbólico.
Carlos Astrada, (1982) “Para un pueblo siempre existe el momento para un gran comienzo. Un impulso inicial, una tensión”. Sin ese “gran comienzo” es imposible fundar una épica. Se trata de una acción heroica, que el fundante realiza para darle sentido a la historia. Por es su importancia en la constitución del relato de su propia identidad. En tanto, heroico y fundante, el mito del gran comienzo nunca puede carecer de una poética[4] propia, que le da transmisibilidad, que embellece los actos concretos y los significa como acontecimiento. Así el 17 de octubre como título poético es, como lo puso en palabras Scalabrini Ortiz: “el subsuelo de la patria sublevado”.
El mito fundante del 17 de octubre es bautismal. Por eso interviene el agua. Primero para cruzar las aguas impuras de un Jordán criollo que es el Riachuelo. No importa que muchos de los manifestantes vinieran como dice Scalabrini “de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López”. La impronta del mito la ponen los que vienen del sur y tienen que cruzar el Riachuelo. Un rio sucio y contaminado, pero que purifica a los que asumen el transito heroico por sus aguas. Pero el Riachuelo es al mismo tiempo como Rubicón de Julio Cesar, el río que una vez cruzado no hay vuelta a atrás en la historia. En tanto el río siempre es un límite, cruzarlo siempre implica una transgresión. Mucho más si esa frontera es demarcatoria de la diferencia entre la ciudad blanca y pulcra y los talleres industriales, con sus manchas de grasa, su hedor a curtiembre, y sus tonos opacos. Atravesando esas aguas oscuras del Riachuelo se produjo la irrupción de los trabajadores en el centro del poder de la historia argentina. Se trata de una sustancia del subsuelo que fluye, que no se queda quieto en su recipiente, en su contención, en su destino prefigurado. Y que inunda todo, dejando su mancha indeleble.
Aunque les levanten los puentes para impedir su llegada, la multitud atraviesa las aguas putrefactas del río que divide, plenas de los desechos de una incipiente Argentina industrial que fue pariendo a los invasores que permanecían en el cono de sombra de esa argentinidad europea, prolija, la que gozaba de los beneficios de las vacas y los trigales[5]. Ese río que tienen que cruzar se encuentra contaminado por la producción industrial del otro país, el que disputa su proyecto, por eso es quien marca la delimitación entre la ciudad blanca, pulcra y eurocéntrica, y la ciudad de los hijos de la tierra, aun de los asimilados inmigrantes en permanente mestizaje. Se trata de un límite entre la civilización y la barbarie. Entre los que tienen derecho a mandar y los que nacieron para ser mandados, sin salir jamás de su cono de sombra y sumisión.
Mirada desde la ciudad blanca, la Paris de Sudamérica, esa movilización es percibida, sin dudas, como una invasión. En contraposición, desde los trabajadores de la periferia es apreciada como una marcha hacia la tierra prometida, en la asunción del carácter de protagonistas de la historia. Se trata de una tierra, que les era ajena, en la medida que estaba reservada para los hombres de traje y corbata, para las señoras de misa dominical y, en todo caso y como excepción, para el transito eventual y vigilado de los que realizaban tareas para ellos. Con la invasión, la ciudad europea y sus pretensiones de pulcritud definitivamente se quiebran con la fragilidad de un cristal, estallan en mil pedazos, se transforman, devienen en un territorio que también es disputado. Aparece un nuevo actor, hasta entonces olvidado, negado, vilipendiado, despreciado. Un actor que no estaba en los papeles de la política atildada de la época que lo trata de “aluvión zoológico”[6] o “lumpenproletariat agitado por la policía”[7]. Con el cruce del Riachuelo ese país profundo ya jamás podrá ser ignorado. Esta ahí, en el cuadrilátero, en el “ring” y ya no hay banquillo. Es parte de la pelea, aunque esta siga siendo desigual y amañada.
Pero el verdadero ejercicio de bautismo sagrado en el 17 de octubre se da en las aguas de la fuente de la Plaza. Y no es sumergiendo la cabeza como en el antiguo rito cristiano, sino “las patas”. Sumergir las patas en la fuente es lo que provoca en el pueblo su conversión al peronismo. Así como el Jesús de los milagros se develó a partir de su bautismo en las aguas purificadoras del Jordán, esos cabecitas negras se muestran como un pueblo organizado con voluntad propia a partir de su incursión en las fuentes. Por eso es que el ícono sagrado de esa jornada, no son las fotos de los trolebuses llenos de gente yendo hacia la Plaza, ni las impresionantes multitudes con antorchas encendidas en la noche. La estampita del 17 son los hombres y mujeres que meten sus pies en la fuente.
Así como para Astrada el mito fundante de la argentinidad es el Martín Fierro y en su análisis político existencial de Hernández le otorga significaciones trascendentes para la construcción de un suelo simbólico de nuestra tierra; será el mito del 17 de octubre el fundador del hombre/mujer del peronismo (porque los protagonistas de aquella fecha no fueron los hombres, a pesar del machismo de la época, sino hombres y mujeres indistintamente como da cuenta de ello la icónica foto de la fuente donde encontramos unos y otras). Se trata de una iluminación mítica de la “peronidad”, da a luz al peronismo, donde se capta lo esencial de lo argentino de mediados del siglo XX. Así como la premisa de Astrada en el mito gaucho es la figura de la infinita llanura que ensancha los horizontes. El peronismo tiene su figura fundante en el protagonismo popular para cambiar el sentido de la historia. Y esto como en todo mito fundacional resulta determinante histórica y proyectivamente. Ya no es el hombre que se había hecho infinitamente libre en la extensión interminable de la llanura, sino el trabajador urbano que, en su irrupción en la historia, mete sus patas en la fuente. Es decir, el laburante de a pie, el curtidor y la obrera de la textil, que se hacen impensadamente presentes en el núcleo del poder argentino simbolizado en la Plaza de Mayo. Ya no será el marginal, chúcaro y perseguido por el Estado, que relata Hernández, sino el trabajador con sus manos y su overol manchado de aceite que se hace cargo del Estado, y le impone su impronta y su proyecto. También es un mestizo, igual como esa mezcla hibrida entre “indios” y “moros andaluces” que, según Astrada vinieron con Garay, dándole entidad al gaucho. Este mestizaje es múltiple como describe en su magistral relato del 17 de octubre, Raúl Scalabrini Ortiz: “No era esa muchedumbre un poco envarada que los domingos invade los parques de diversiones con hábitos de burgués barato. Frente a mis ojos desfilaban rostros atezados, brazos membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas cubiertas de pringues, de restos de brea y de aceites. Llegaban cantando y vociferando unidos en una sola fe. Era la muchedumbre más heteróclita que la imaginación puede concebir. Los rostros de sus orígenes se traslucían en sus fisonomías. Descendientes de meridionales europeos iban junto al rubio de trazos nórdicos y al trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún”.
En la memoria histórica, el 17 de octubre, ha quedado como una verdadera invasión del conourbano. Una apropiación, para algunos indebida para otros legitima de la capital. Los relatos de la época, como el de Scalabrini Ortiz mencionan que también los manifestantes venían de las zonas periféricas de la propia ciudad de Buenos Aires, pero la simbólica del cruce del límite, de la incursión en la ciudadela sagrada es más fuerte. Los contemporáneos gorilas la ven claramente como una invasión, es el pánico de que los negros les ocupen barrio norte como en el relato de Martínez Estrada.
Esos nadies provienen del interior profundo en algunos casos, pero sobre todo de ese gran Buenos Aires que es el hábitat natural del cabecita negra. Porque allí se radicaron las grandes masas de la migración interna, cosa que siguió ocurriendo con el tiempo. El conourbano es siempre, y a pesar de la clase media que vive allí, la zona de transición entre la civilización y la barbarie. Allí brota lo profundo de la argentinidad, y de la patria grande, engarzado con costumbres urbanas, aunque siempre en modos ásperos y formalmente incorrectos. Es el sitio de lo irresuelto, lo que la historia sigue aun demandando para hacer real la justicia. Es el cono de sombra, donde no se quiere ver que la frazada no alcanzó para todos. Esa es la fuerza simbólica del 17 de octubre, cuando ese gran Buenos Aires repleto de cabecitas entró de modo contundente, salvaje, digno, altanero, voraz, irredento, en la ciudad que mira eternamente a Europa, para disputarle quién manda: si las minorías de privilegio, o las mayorías oscuras.
Esta incursión no es una invasión anárquica, tiene un horizonte concreto: la Plaza. Hacia allí se dirigen las masas incontrolables pero dotadas de sentido. Los grasas, los cabecitas, los descamisados, con sus patas en la fuente del privilegio de la oligarquía vendepatria, a su vez se convierten, se empoderan, se hacen dueños de la Plaza, es decir, del centro del poder.
La plaza, como hemos dicho, es el núcleo simbólico del poder en nuestra tierra. Allí se libraron combates por la reconquista frente a la invasión inglesa. Su espacio fue el escenario en que los chisperos de French y Beruti amedrentaron a los partidarios del virrey en mayo de 1810. Fue allí también donde los caudillos cansados de la prepotencia porteña ataron sus monturas en abierto desafío. Fue el escenario de los primeros bombos utilizados por la chusma yrigoyenista. Todo transcurrió frente a su escenografía dominada por un cabildo, que con cada modificación arquitectónica era menos fiel a sí mismo. También la consolidación de la Argentina oligárquica constructora del Estado moderno y su símbolo rosado del poder.
El mito del 17 de octubre constituye y complementa al relato mítico de los hijos de Fierro, que se dispersaron a los cuatro puntos cardinales, llevando a cuestas el sentido de libertad, nacionalidad y dignidad, y que vuelven a confluir en la plaza, en el centro neurálgico del poder. Que dejan de huir para hacerse cargo de la situación. Su antagonista sigue siendo la oligarquía que se apropió del Estado e impulso desde allí la matanza de los gauchos y los pueblos originarios para apropiarse de la tierra como fuente de riqueza relacionada con la producción para el extranjero. Con la irrupción obrera en la Plaza se rompe la cajita de cristal de la ciudad blanca construida por esa oligarquía que le dio forma, a imagen y semejanza de Europa, y cruzada por sus propios intereses, al Estado moderno argentino.
Hay también en este mito fundante de la contradicción y del juego entre el hedor y la pulcritud como categorías propias de Rodolfo Kusch. El peronismo, en este plano, es -sin duda- la encarnación de lo Otro, la coporización concreta del hedor americano. Pero hay algo, de este bañarse en las aguas cristalinas de la fuente, de la ciudad blanca, de la pureza, que es una concesión a la pulcritud. El peronismo no se restringe a esa encarnación del hedor, sino también esa necesidad de lavarse las patas en la fuente. No lo hace desde los buenos modales. Estos parecen ser siempre ajenos al peronismo. Aun cuando los practica, parecen impostados, forzados. Así pasa cuando se apega al institucionalismo. Sin embargo, el peronismo siempre está tratando de dar la prueba de la pulcritud. Aunque sus manchas no puedan ser borradas.
Meterse en las fuentes de la Plaza de Mayo fue sólo el principio de la apropiación de las aguas. Esto se reproduce, como marca Daniel Santoro, en las aguas de Mar del Plata (hasta entonces ciudad oligárquica negada a los sectores populares) y después en las grandes piletas populares donde una enorme cantidad de cabecitas negras contaminados de la huella del conourbano pueden disfrutar del agua, que, antes, únicamente estaban reservadas para solaz de los ricos. Imagen que molesta a los reaccionarios de aquel entonces tanto como a los de ahora cuando ven las gigantescas piletas olímpicas construidas en Jujuy por Milagro Sala. Por eso es que desde el poder provincial y nacional de la derecha radical-macrista, las descuidaron y destruyeron después de meterla injustamente presa a ella. Que los pobres tengan acceso al agua como disfrute genera odios. La imagen que prefieren, aun los progresistas, es el pobre dando lastima yendo a buscar con un raído y sucio balde una miserable cantidad de agua a una goteante canilla única en el barrio.
El peronismo trae, una y otra vez, la imagen insoportable de las mayorías haciendo uso del goce de la felicidad. Y el agua es parte de ella, en las fuentes, en los inmensos piletones o en las aguas y arenas de la playa Bristol en Mar del Plata. Hay todo un símbolo en la reconversión de la ciudad de veraneo oligárquico, a través de la instalación de cientos de hoteles sindicales, en el punto de contacto de las mayorías con el mar. Es por eso que las clases medias y altas, terminaron huyendo de ahí y “acaban construyendo la ciudad de Punta del Este, por fuera de la amenaza peronista. Lo hacen para evitar encontrarse con los negros gozando del agua al lado suyo” (Santoro, 2019: 34).
Otra cuestión interesante que plantea el mito del 17 de octubre es que muestra al peronismo como una irrupción. Esto es una impronta no solo una partida de nacimiento. En este sentido el peronismo es una anomalía, en la forma que usa esa palabra Ricardo Forster para el kirchnerismo[8], no una continuidad evolutiva. La llegada del peronismo es un escándalo o una epifanía, según el lado en que se lo mire. O bien una epifanía escandalosa, que generó desconcierto entre los sectores oligárquicos que manejaban el poder a mediados de los cuarenta de la misma forma en que manejaban sus estancias.
El 17 de octubre en la liturgia peronista es el día de la lealtad. Alguien dijo alguna vez que únicamente un movimiento tan cruzado por la traición puede establecer un día de la lealtad. El peronismo es un movimiento en el que sobreabundan las deslealtades. Quizás porque tildar de traidor a otro, lo pone fuera de los valores peronistas y además es gratis. Sin embargo, esta liviandad de acusaciones se borra con la misma facilidad que se pronuncia. En otras fuerzas políticas de la acusación de traidor prácticamente es imposible volver. Pero también la sobreabudancia de acusaciones de traición hace el clima del peronismo insoportable. Saborido (2019: 188) remata la relación imbricada entre la traición y la lealtad con una sutil ironía: “1. En el peronismo se valora muchísimo la lealtad. 2. No hay tracción sin lealtad. 3. La lealtad es la materia prima de la traición. 4. Mas lealtad se espera, más posibilidades de traición hay”.
[1] Como aporte a la interpretación dejamos aquí las palabras del entonces embajador norteamericano Spruille Braden haciendo su propia calificación: “El gobierno es débil, inescrupuloso y fundamentalmente antinorteamericano (…) El peligro nazifascista estará presente mientras persista la actual situación. Sus venenos se desparramarán a otros países y tenderemos que confrontarnos, en un futuro no demasiado distante con una amenaza mayor hacia toda la estructura de la seguridad internacional de la posguerra (…) El derrocamiento del gobierno argentino es posible y deseable a cualquier costo”. Dicho embajador, inmiscuyéndose en los asuntos internos argentinos, participaba de las marchas de la Unión Democrática (de la que participaban los partidos de izquierda tanto como los de derecha) y hasta fue orador en algunos actos.
[2] El 4 de junio de 1943 fue la revolución militar que puso fin al régimen de la llamada década infame, iniciada por el golpe militar del 6 de septiembre de 1930. La revolucion encabezada sucesivamente por Rawson, Ramírez y Farrell fue llevada a cabo por militares nacionalistas e industrialistas (en esto confrontaban con el poder de la oligarquía terrateniente) y Perón fue parte de ellos, llegando a tener durante su transcurso cuatro cargos de importancia. Vicepresidente de la Nación, Secretario de Trabajo y Previsión, Ministro de Guerra y Presidente del Consejo Nacional de Posguerra. En régimen militar juniano ya se encontraba como contradicción muchos de los elementos del peronismo, pero el peronismo no era más que una parte de esa contradicción entre un nacionalismo popular e incluyente y un nacionalismo elitista y conservador. Estas contradicciones terminaron con Juan Perón preso, primero en Martin García y luego en el Hospital Militar desde donde fue rescatado por las masas.
[3] El 24 de febrero de 1946 se produjeron en Argentina las primeras elecciones libres desde 1928, dado que después del derrocamiento de Hipólito Yrigoyen en 1930 todo fue fraude y manipulación electoral, cuando no irrupciones militares. En esas elecciones libres, concertadas después del 17 de octubre y garantizadas en su limpieza por el propio Ejército, se impuso el peronismo (a través, fundamentalmente, del partido Laborista) ante una enorme coalición de partidos (que incluía a casi todos los tradicionales) denominada Unión Democrática.
[4] Acaso el que expresa esa poética con las palabras justas es Raúl Scalabrini Ortiz. Recomendamos la lectura de su crónica del 17 de octubre porque le pone palabras al mito.
[5] Jauretche (1973: 194) pintaba el falso cuadro de la colonialidad como zoncera: “En la medida que las zonceras tienden a crearnos complejos de inferioridad para que no nos apartemos de la producción de materias primas alimenticias, estas zonceras son las destinadas a pintarnos con los más selectos colores de la paleta del destino que nos corresponde como coloniales. Bajo el signo de los ganados y las mieses, decorados con dioses helénicos y latinos, cestos y cornucopias, pámpanos, racimos, espigas, bifes, la pedagogía colonialista atiende a que no intentemos salir del sistema".
[6] Como lo hacen los políticos radicales como el diputado Sanmartino.
[7] Expresión que utiliza el dirigente socialista Ghioldi.
[8] "El kirchnerismo perturba, desacomoda, incomoda; desemprolija una historia que prolijamente iba cegando cualquier posibilidad de cambio. Bajo otra lógica, recobra aquella idea cookeana de lo maldito; rompe ese bloque bien ordenado del poder. El kirchnerismo introduce una febrilidad a la realidad, le sube la temperatura. Me interesa el kirchnerismo en la medida que perturba la buena conciencia argentina", dice en una entrevista en Página12.